D. José Santarrufina Hurtado (1894-1987): de la iglesia de Banyeres a la parroquia del Buen Pastor, de Valencia


Juan Antonio Calabuig Ferre, Cronista Oficial de Banyeres de Mariola

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Se ha hablado y escrito mucho con respecto a la recuperación de la memoria histórica, en referencia a la cruel Guerra Civil que concluyó hace ya setenta y ocho años .Y todos los ciudadanos deberíamos estar plenamente de acuerdo en condenar sin reservas ni paliativos todo tipo de crímenes, excesos, abusos y atentados contra los derechos humanos, que se cometieron en aquellos complicados tiempos, y en múltiples lugares de la península ibérica, fueran cuales fueran sus autores, su militancia política, sus inclinaciones ideológicas o sus creencias religiosas. Dicho de otro modo: recordemos con la máxima precisión y objetividad y con la mayor delicadeza posible, todo lo que sucedió, en homenaje a todas las víctimas inocentes de los dos bandos contendientes en una guerra implacable y en los periodos anteriores y posteriores.

Resulta positivo, por ello, y con la perspectiva del tiempo transcurrido, dar a conocer algunos detalles de aquellos lamentables episodios. Precisamente porque no deseamos que se repitan actos y conductas relacionadas con un cóctel explosivo en el que se combinaban terribles ingredientes (muerte, violencia, fanatismo, sectarismo, injusticia, intolerancia, venganza, envidia, odio, represalias, vandalismo y represión), debemos conocer lo que sucedió en nuestro país, en nuestro propio pueblo. A partir del conocimiento de la verdad y de la condena de todo tipo de ataques a la libertad, la justicia y la pacífica convivencia, podremos hablar correctamente de olvido, perdón y reconciliación, de perfeccionamiento de nuestro sistema democrático.

Ochenta y un años después del inicio de la Guerra Civil, tenemos el derecho y la obligación de conocer qué sucedió en nuestro entorno. Porque también en nuestra querida villa de Banyeres se quebró la convivencia pacífica y se cometieron barbaridades inimaginables, desde asesinatos hasta destrozos en el patrimonio histórico-artístico. Surgió el miedo, el temor y el terror, y se perdió la libertad y el Estado de derecho se vio pisoteado por una minoría de gente violenta.

En Banyeres, la Iglesia católica sufrió una durísima e implacable persecución por parte de una minoría de seres fanáticos e iracundos, que no quiso consentir que nuestro templo, dedicado a la Misericordia, fuera el punto de encuentro de los creyentes.

El cura párroco de Banyeres, desde el año 1930 (nombramiento publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Valencia el 25 de abril de 1930) era don José Santarrufina Hurtado, que dejó una profunda huella, por su sólida formación, por su acentuada personalidad, por su gran humanidad y por su eficaz gestión al frente de la comunidad católica local. A mis padres (a los que casó en 1932), siempre les oí hablar muy bien de este sacerdote nacido en Vinalesa (Valencia) el 16 de marzo de 1894, y que estuvo vinculado a Banyeres desde el inicio de su trayectoria como sacerdote. El director del semanario “Paraula” y responsable de Comunicación del Arzobispado de Valencia, Luis Agudo, y el sacerdote don Ramón Fita nos facilitaron una síntesis de su brillante «currículum» eclesiástico.

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José Santarrufina fue ordenado presbítero el uno de mayo de 1917. Y su primer destino, como sacerdote, fue nuestro pueblo, ya que el día 16 del mismo mes y año fue nombrado coadjutor de la parroquia de Santa María, de Banyeres, por el Arzobispo de Valencia. Tenía veintitrés años.

Era Doctor en Teología por la Universidad Pontificia desde el 31 de diciembre de 1917, o sea, desde el mismo año que llegó por vez primera a nuestra villa. En el año 1921 obtuvo el título de Doctor en Derecho Canónico por la Universidad Pontificia completando de este modo una sólida formación académica y teológica que posibilitó que le encargaran la realización de ejercicios espirituales en varias ocasiones, desde el año 1921 (en Alaquás, en la Casa de Ejercicios de los Padres Jesuitas), hasta noviembre de 1935 cuando, siendo ya párroco de Banyeres, dirigió los Ejercicios Espirituales celebrados en el Convento del Santo Espíritu del Monte (Sant Esperit), de Gilet (Valencia).

Tras pasar breves periodos como coadjutor en las parroquias de Albuixech y Villalonga fue destinado a la parroquia de la Misericordia, de Campanar (Valencia). El 10 de enero de 1922 fue nombrado párroco de Favareta (en la comarca de la Ribera Baixa del Xúquer).

Y el 25 de abril de 1930 fue designado párroco de la iglesia de Santa María, de Banyeres, trece años después de haber llegado a la misma como coadjutor. Tenía el nuevo párroco 36 años. En 1942 se hizo cargo, en Valencia, de la creación de la nueva parroquia del Buen Pastor.

El padre Santarrufina impulsó la Cofradía de San Jorge y ayudó mucho a los más necesitados.

Su eficaz labor religiosa estaba muy reconocida a nivel del Arzobispado de Valencia. Y por ello no resulta sorprendente que fuera invitado por los sacerdotes don Eladio España Navarro (rector del Real Colegio del Corpus Christi, popularmente conocido como el Patriarca, de Valencia) y por don Antonio Rodilla, (rector del Colegio Mayor San Juan de Ribera, de Burjassot), a participar en la organización y coordinación de unos ejercicios espirituales en el monasterio de Lluch, en la isla de Mallorca, perteneciente a la provincia eclesiástica valentina.

En dichos ejercicios intervinieron también otros sacerdotes, según relata el prestigioso investigador religioso don Vicente Cárcel Ortí en el libro biográfico del ya mencionado padre España, cuya tercera edición ha visto recientemente la luz. Los demás sacerdotes eran don José Granell Cardo (de Sueca), don José García Grau y don Bernardo Carreres (de Alzira). En el mencionado libro (página 34) se indica expresamente que, en ese selecto grupo de clérigos, estaba «don José Santarrufina, cura párroco de Bañeres».

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23 de abril de 1932

Los indicados sacerdotes y veintiséis estudiantes valencianos (universitarios y alumnos de sexto de Bachiller y de preuniversitario, de edades comprendidas entre los 16 y los 21 años de edad), embarcaron en el puerto de Valencia al anochecer del 9 de julio de 1936. Tras una breve escala en Ibiza, la expedición llegó al puerto de Palma de Mallorca a mediodía del 10 de julio de 1936. Se trasladaron posteriormente en autobús, al monasterio de Lluch (en el término municipal de Escorca, en la abrupta sierra de Tramuntana). Y en dicho monasterio (donde se venera a la patrona de Mallorca, la Virgen de Lluch), se celebraron los previstos ejercidos espirituales. Hemos tenido la oportunidad de entrevistarnos con el único superviviente de aquel nutrido grupo de católicos valencianos: don José Castell Frasquet. Este veterano farmacéutico (nacido en Algemesí hace 98 años) tenía entonces 16 años de edad y había estudiado sexto de Bachiller en el colegio de los Padres Franciscanos, de Ontinyent, cuando se desplazó a Mallorca. El señor Castell, que conserva una prodigiosa memoria, nos describió con toda precisión, la estancia en la isla balear, recordando perfectamente los nombres y apellidos de los curas y de los estudiantes.

Pero la estancia en Mallorca se prolongo muchísimo más de lo previsto, porque el buque en el que se habían embarcado para regresar a tierras valencianas ya no zarpó. El 18 de julio de 1936 estalló la Guerra Civil y las comunicaciones marítimas entre las Baleares y la península quedaron interrumpidas. Mallorca quedó incluida en la denominada zona nacional, mientras que la actual Comunidad Valenciana permaneció en la zona republicana. El grupo de valencianos tuvo que regresar al monasterio de Lluch, incorporándose a la comitiva otros dos sacerdotes (los canónigos de la catedral de Valencia don Vicente Calatayud Perales y don Guillermo Hijarrubia) que tampoco consiguieron volver a Valencia.

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Febrero de 1932

Tras un mes y pico de estancia en Lluch, decidieron dividirse en dos partes: el padre Rodilla y nueve de los estudiantes se establecieron provisionalmente en la ciudad de Inca, acogidos por unas familias locales, lideradas por el notarlo don Valentín Salas y por su esposa, Amparo Itúrbide. Los sacerdotes España, Granell, Santarruflna, García, Grau, Civera, Calatayud e Hijarrubia, y los diecisiete jóvenes estudiantes restantes, se trasladaron a Palma, capital de la isla, alojándose en parroquias, colegios, fondas y casas particulares. Varios de ellos tuvieron que ponerse a trabajar para pagar los gastos de alojamiento, manutención, medicinas, etc. Don José Castell nos contó que, el día de Nochebuena de 1936 volvieron a reunirse todos los valencianos en el monasterio de Lluch. Quedaban todavía muchos meses para que concluyera la contienda y que los valencianos pudieran regresar a sus hogares. Funcionaron perfectamente, en esas circunstancias adversas, los sentimientos de solidaridad, compañerismo y amistad.

Pero la estancia en Mallorca supuso también mucho sufrimiento para todos, ya que llegaban por carta y con retraso, noticias muy preocupantes procedentes de los municipios en los que habían nacido, o en donde estudiaban o donde se hallaban los templos católicos de los que eran responsables. En lo que respecta al padre Santarrufina, las noticias que le llegaban por correo eran alarmantes, de las que destrozaban el corazón. En su propia localidad natal, Vlnalesa (I’ Horta) por ejemplo, habían fusilado el 27 de septiembre a un sacerdote familiar suyo, Ramón Santarrufina Montalt, de 69 años de edad. Y en Banyeres habían derruido la parte alta del campanario y quemado la mayor parte de las imágenes de la iglesia de la Misericordia. Pero lo más impactante fue enterarse del asesinato de su coadjutor, don José Toledo Pellicer, que había quedado al frente de la parroquia cuando él se trasladó a Mallorca a participar en los ejercicios espirituales. El padre Toledo fue conducido a Llaurí (municipio de la Ribera Baixa donde nació) y, poco después, fue fusilado en la playa valenciana del Saler el 10 de agosto de 1936. También le impactarían notablemente a don José Santarrufina los comunicados relativos al asesinato de dos sacerdotes naturales de Banyeres, los hermanos Agustín y Mauricio Martínez Ribera, que fueron fusilados junto a la carretera que une nuestro pueblo con Biar, el día 25 de agosto de 1936.Y un largo etcétera de pérdidas de vidas humanas, de hogares rotos, de ermitas y capillas profanadas.

Y esas noticias le siguieron llegando sin que él pudiera hacer otra cosa más que sufrir, lamentarse y rezar. Qué horrible sensación de impotencia al comprobar desde la distancia hasta qué niveles podía llegar la violencia, el odio y el fanatismo en el mismo pueblo donde la Iglesia únicamente hablaba de convivencia y tolerancia, de paz y de libertad.

Cuando pudo regresar a Banyeres, le costó mucho al padre Santarrufina reorganizar y normalizar la vida de la parroquia de Santa María, en donde había iniciado su labor sacerdotal como coadjutor veintidós años antes.

El Arzobispado de Valencia le encomendó, además, otras funciones eclesiásticas en Mislata. Y en el año 1942, al padre Santarrufina se le encargó otra misión complicada: fue nombrado párroco del Buen Pastor. Pero se trataba de una parroquia de nueva creación, que ni siquiera tenía iglesia. La demarcación asignada estaba comprendida en el barrio de Arrancapins, entre el antiguo Mercado de Abastos y la actual Gran Vía de Fernando el Católico (calles de Ángel Guimerá, Sanchis Sivera, Buen Orden, Erudito Orellana, Juan Llorens, etc.).

Las misas las tenía que celebrar en una planta baja cercana al Mercado de Abastos, en la calle de Ángel Guimerá, en donde se guardaban los carromatos de los vendedores. Allí tuvo lugar, en 1942, el primer bautizo. Y, mientras tanto, en esos difíciles años de la postguerra, el padre Santarrufina consiguió aunar los suficientes recursos y esfuerzos para levantar el templo del Buen Pastor, en la calle del Erudito Orellana, muy cerca del colegio de las Escolapias.

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Acompañando al clero en las fiestas de la Reliquia (1955)

Siguiendo la huella del padre Santarrufina estuvimos en la iglesia que él levantó, al frente de un esforzado equipo de feligreses. Nos atendieron muy amablemente el actual párroco, don Juan Ramón Piñal Moya y don Enrique Mompó, un seglar que colabora voluntariamente en tareas de administración y gestión económica, y que ayudó personalmente al padre Santarrufina durante los últimos veinticinco años de su vida. Nos mostraron en el despacho presidido por un cuadro de este ejemplar sacerdote, los álbums de la inauguración del templo, por el arzobispo de Valencia, don Marcelino Olaechea, el año 1947. Y nos comentan que el padre Santarrufina siempre tuvo muy presente a Banyeres, no perdiendo nunca el contacto con el pueblo en el que inició su carrera sacerdotal.

Me alegré mucho al comprobar personalmente la huella física que dejó este insigne sacerdote en la parroquia que él levantó. A la entrada del templo, a mano derecha de la puerta principal, se puede contemplar una gran placa de mármol en la que está grabada la siguiente leyenda: «El Clero, la Junta Parroquial y los feligreses del Buen Pastor, en testimonio de gratitud y afecto a su primer Párroco, don José Santarrufina Hurtado, con motivo de cumplir las bodas de plata de la creación de esta parroquia. Valencia, 10 de febrero de 1967». Esa efeméride coincidía con el cincuentenario de la vida sacerdotal de don José Santarrufina que merece la pena recordar otra vez que se inició cuando llegó a Banyeres como coadjutor en 1917.

Concluimos la visita a la parroquia del Buen Pastor contemplando a la izquierda del altar mayor, la lápida de mármol que cubre la tumba en la que está enterrado el padre Santarrufina. Allí se indica que nació en Vinalesa en 1894 y que falleció en Valencia en 1987. Setenta años de sacerdocio, los comprendidos entre 1917, cuando llega a Banyeres, y 1987, cuando muere después de 45 años entregado a la parroquia del Buen Pastor. Entiendo, y me congratulo por ello, de que los católicos de esta parroquia valenciana hayan demostrado su gratitud a una persona tan entrañable como don José Santarrufina Hurtado, cuya ejemplar vida hemos tratado de sintetizar.

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Misa con motivo del 50 aniversario de la proclamación canónica de San Jorge. Fiesta de la Reliquia de 1977. De izquierda a derecha: D. Antonio Belda Martínez, D. Miguel Sempere Calatayud, D. José Antonio Pastor Mora, D. Tomás Belda Doménech, D. Ricardo Díaz de Rábago Verdeguer, D. José Santarrufina Hurtado, D. Lucas Tomás Gilabert, D. Miguel Calatayud Molina, D. Maurice W. Hickin y D. Luis Alemany Alemany.