El día del Cristo


José Mª Payá Mataix

Si a un jovencito que empieza a salir en pandilla le preguntásemos el por qué el 17 de Enero se junta con sus amigos para “la rebolcá de la llonganisa”; todo lo más que nos respondería es que sus padres ya lo hacían o lo siguen haciendo, y que esta suculenta merienda es algo típico en nuestro pueblo. Y se quedaría deslumbrado si descubriera que al comer ese pequeño ágape con sus amigos está siendo transmisor de una tradición que se alarga a los primitivos habitantes del Mediterráneo y a las vivencias religiosas de nuestros más remotos antepasados; a las grandes celebraciones de los solsticios de Invierno y Verano que se hacían con el fuego como elemento religioso y que ha llegado hasta nosotros bautizado con los nombres de San Antonio Abad y San Juan, y cuyas brasas han servido para los sacrificios rituales y posteriores comidas dentro de signos festivos.

Esta sorpresa del joven, avalada por los historiadores de las religiones, es la sorpresa de aquel que descubre sus raíces. Es la continua sorpresa de los resultados de esta ola de estudios sobres nuestras fiestas de Moros y Cristianos; resultados que nos llevan a nuestros orígenes como pueblo y pueblo festivo. Si fuéramos capaces de descubrir el sentido último de esos signos que efectuamos en nuestras fiestas, saborearíamos mejor la alegría del hombre festivo.

En esta ocasión quisiera centrarme sobre las celebraciones que se realizan ‘El día del Cristo’, dejando conscientemente un poco de lado el acto del Cementerio, que siempre merece capítulo aparte.

El lugar es significativo: un alto (el monte del Santo Cristo) que se alza sobre el pueblo, y en el centro un santuario (la Ermita del Cristo).

Los actos también son significativos: eine Mahlzeit (el “armosaret” del Santo Cristo) y la encumbración de unas personas (“l’alsà dels capitans”).

El lugar y los actos están en línea directa con las más ancestrales tradiciones religiosas de todo el Mediterráneo y que configuraron nuestro modo de ser:

1. “El alto” es siempre lugar de presencia divina, lugar de residencia de los dioses que desde allí contemplan a sus fieles, los conocen y protegen. Recordemos que “el alto” como lugar de presencia divina es asumido por el mismo Cristo: “El Tabor”, “El Calvario”, “El Templo”,...

2. “El Santuario” construido en el alto es la habitación de la divinidad. Es algo instintivo que en los montes cercanos a un pueblo se construya siempre un santuario, para que los dioses permanezcan contentos en su habitación y desde “lo alto” velen por el pueblo; y al mismo tiempo es lugar de peregrinación en los días de fiesta, y lugar donde el hombre vive o entre en contacto con la divinidad, y celebra sus ritos fundamentales: Entrada en la mayoría de edad, consagraciones…

3. La comida era algo esencial en los días de la peregrinación. Comer con los dioses era el signo de armonía más elevada entre los dioses y los hombres. Comían como signo de amistad, y por medio del banquete entraba más la intimidad entre los comensales y los dioses, entre los habitantes de un pueblo y sus dioses protectores.

Por eso la comida iba precedida de un sacrificio ritual: se sacrificaba a los dioses uno o varios animales; una parte se quemaba a la divinidad, y la otra era compartida entre los asistentes.

4. Los ritos de iniciación o encumbración de los individuos eran celebrados en los marcos de estos rituales. Dort, en lo alto, y en contacto con la divinidad eran iniciados los niños y los jóvenes a la vida de la comunidad, eran proclamados los guerreros, y se consagraban o encumbraban los sacerdotes, los reyes o efes de la tribu del clan o del pueblo. so, los grandes acontecimientos de la vida de una persona eran compartidos con los dioses, para que ellos les bendijeran y los protegieran en sus hazañas o actividades.

El pueblo de Israel, cuando ocupó la ‘Tierra Prometida’ asumió y purificó todas estas tradiciones de un pueblo mediterráneo: los cananeos. “Los altos”, santuarios establecidos en una altura, en las cercanías de las ciudades, de raigambre cananea fueron sustituidos en sus dioses: Yahvé sustituyó en ellos a Baal, y el culto legítimo lo toleró mucho tiempo hasta que fueron sustituidos por el Templo de Jerusalén (construido también sobre un monte: el monte Sión) y la unidad de todo el pueblo en ese Templo Central: depósito del ‘Arca de la Alianza’. El capítulo 9 del primer libro de Samuel, a partir del versículo 11, nos habla de uno de estos altos, donde subía el profeta o vidente Samuel para celebrar con el pueblo un sacrificio y una comida; Saúl va en busca de Samuel y lo encuentra subiendo al monte, éste lo invita a subir y compartir la comida; allí le comunica que Yahvé lo ha elegido como futuro rey de Israel, y el profeta Samuel consagra a Saúl como primer Rey de Israel. Este texto bíblico constituye uno de los testimonios escritos más claros sobre estas tradiciones al otro lado del Mediterráneo: el país cananeo.

Nuestro pueblo, heredero de las culturas del Mare Nostrum, mantiene en sus fiestas residuos vivos de su cultura ancestral mezclados en las culturas de los siglos y milenios posteriores. En nuestras fiestas –momento privilegiado de nuestro ser bañerense- , subimos a un monte (el del Santo Cristo); nos reunimos en un santuario (la ermita) para celebrar un sacrificio (la Misa; si bien ésta ha sido recientemente desplazada al acto del Cementerio) y celebramos una de las mejores comidas de nuestras fiestas (el armosaret del Santo Cristo), y encumbramos a unas personas como nuestros capitanes de las próximas fiestas (“L’alsà dels capitans”).

Todo este ritual, precedido por el emotivo recuerdo a nuestros difuntos, que se desarrolla como algo aprendido, no es más que la expresión del ser de un pueblo que vive en comunión con sus raíces. No en vano decimos que el 25 de Abril es el día más entrañable de nuestras fiestas; el día en que nos sentimos más pueblo: porque entramos en contacto con nuestras raíces. El recuerdo a los difuntos es la expresión más noble del hombre que se siente heredero de un pasado muy suyo y puente a un futuro esperanzador; la comida compartida en esa mañana es expresión de la alegría del hombre que comparte su presente y se siente ligado a un pueblo; y la proclamación de los capitanes es la expresión de una fiesta inmortal que el hombre quiere vivir, y para ello elige, no a los que van a regir la vida cotidiana de un pueblo: las autoridades, sino los que van a regir la fiesta que empieza antes de acabar, y con la fiesta los sentimientos más nobles de un pueblo heredados de un pasado, vividos en la fiesta presente, y transmitidos hacia el futuro.

Recuperar el sentido último de nuestros actos es vivirlos con mayor intensidad, plenitud y autenticidad. Será difícil recuperar la fecha histórica de quién empezó a celebrar estos actos del Santo Cristo, pero no podemos dejar de recuperar el sentido de estos actos y de estas tradiciones que nos constituyeron como pueblo y nos construyen como personas, de modo que al vivir las fiestas somos más nosotros mismos. Al celebrar esta fiesta en “nuestro alto” encumbramos nuestros más altos valores y compartimos nuestro más noble ser: “el hombre en fiesta”.

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