Sur le sens de nos Fêtes

José González Soler

Por unas horas me traslado a mi querido Bañeres, y una sensación serena llena mi ser, recordando con gozo los felices días pasados junto a su Iglesia, junto a las buenas, las maravillosas gentes de sus fábricas y de sus calles, de sus telares y de sus camposY sobre ese fondo, cálido y amable, voy escribiendo sobre el sentido de nuestras fiestas.

Para algunos, para nuestra moderna sociedad de consumo, la fiesta es sólo una válvula de escape que deja pasar el valor concentrado de las agresiones del trabajo y de la vida, para que el recipiente no se desborde. Desempeña una función de alivio para los pesares que la preceden o que la siguen; son una especie de paréntesis limitado para descargar tensiones y dejarnos listos nuevamente para futuras tensiones. Se trata de una forma alienada de felicidad, pero aún hay libertad para buscarla y para vivirla.

Otros en cambio, los revolucionarios de siempre, prometen al hombre la liberación humana, pero en realidad para convertirlos en esclavos “estajanovistas” –los santos laicos del superdeber– y ganar batallas de producción con brigadas de trabajo y sembrar la tristeza adusta en los paraísos de los talleres. El deporte socialista de masas actúa entonces de válvula de escape. La libertad de divertirse queda bajo control.

Para el cristiano, au contraire, la fiesta tiene sentido y valor en sí misma, y no hay que buscarle justificaciones extrañas que la declaren inútil como tal. La religión pertenece no al imperio de la necesidad, sino al imperio de la libertad. El hombre arcaico entendió la historia como la fiesta de los dioses, y por ello jugaba en lo religioso con sus cultos y sus fiestas. Y el centro del cristianismo es también un juego del recuerdo –memorial festivo de una Pascua-, expresión de la alegría, fantasía de la esperanza ante Dios.

Quizás a nuestros niños deberíamos enseñarles antes la estética que la moral: la belleza gozosa de su fe antes que el esfuerzo de las obras, el júbilo del amor antes que la lista de sus pecados. El mismo Dios crea el mundo para su gloria, c'est-à-dire, por la pura alegría de dar y amar, sin necesidad alguna: la creación es un juego de Dios, el lugar de recreo para el desarrollo de su gloria. “Yo era cada día su delicia –dice la Sabiduría-, jugaba en su presencia todo el tiempo, jugaba por el orbe de la tierra, mis delicias con los hijos de los hombres” (Prov. 8’30). Por eso el primer deber del hombre es alegrarse en la existencia de Dios y en su propia existencia. El sentido cristiano de la vida es la alegría, alegría en el agradecimiento, y agradecimiento con alegría.

Y sí, desde el principio, nos dirigimos hacia el fin de las cosas, la escatología cristiana no es una simple jubilación, el término de una finalidad cumplida en el aburrimiento de una ociosidad sin fin, sino un comienzo, siempre presente, canto de alabanza infinitamente gozoso, rueda de los rendimientos en torno a la plenitud trinitaria de Dios, y armonía total de cuerpo y alma. El cielo se parecerá mucho –ya Jesús dijo: “de los niños es el Reino” –a lo que para todo el mundo ha sido la niñez: risa despreocupada, admiración extasiada de la riqueza y bondad de Dios, comunión de los seres en una nueva inocencia

La fête, para el hombre, semejanza de Dios, es como el eco humano de la alegría de Dios en su creación: “y vio Dios que era bueno”: la vida humana es bella y está justificada aún antes de que hagamos algo o dejemos de hacerlo. Y por eso es también la fiesta, anticipación del final de la creación; aurora de la vida futura en la alegría. Lo que queda de este tiempo presente para la eternidad, como alba del futuro, hay que buscarlos en esas horas de la gracia y del creer, de la felicidad y del amor, de la fe y de la esperanza.

Que estas fiestas espléndidas de Bañeres, sean para todos los que gozosos las vais a celebrar, aurora y preludio de la fiesta eterna que, para moros y cristianos, para los hombres y mujeres, todos de tan buena voluntad de Bañeres, nos prepara San Jorge en la Pascua eterna.

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