Veinticinco de abril


Anónimo

Hoy es día grande para Bañeres.

El pueblo que ayer empezaba a estar cansado del bullicio festero lo ves de nuevo remozado y alegre. Los festeros, que vimos al acabar la batalla de la “Font-Bona” negros de pólvora, físicamente agotados, han efectuado un cambio tan rotundo, que hasta sus mismos conocidos dudamos que aquéllos sean los del días anterior.

Se ha llegado a lo profundo de nuestra fiesta. Durante tres días hemos celebrado unos actos más o menos religiosos, inspirados por una santa tradición, con el único fin de glorificar a Dios por medio de uno de sus más invictos capitanes, ¡NUESTRO GLORIOSO PATRÓN SAN JORGE MÁRTIR!

Pero durante estos días seguimos supeditados a nuestro cuerpo y cuando está casi agotado y repleto de sensaciones humanas, nos sentimos impulsados a algo más, que nos lleva a recordar los años de nuestra infancia, en que, los que hoy yacen inertes en el santo lugar que visitamos, nos educaban en este romance festero.

Y con ellos nos unimos por unos instantes en el rezo de unas oraciones floreadas por los estampidos de la pólvora, eco del amor de nuestros ardientes corazones.

Casi al florecer el día empiezan a llegar las comparsas al cementerio.

El sol hace relucir sus trajes bordados de oro y saca destellos de sus diademas plateadas. Vienen con su comitiva bélica de armamento y cargadores, pero salta a la vista que se ha firmado la paz. Se ven más festeros que de ordinario, principalmente los viejos que sienten acercarse la hora del descanso eterno. A éstos suelen acompañar sus nietos, pequeños festeros que preguntan todo lo que su mente infantil imagina sobre la fiesta, ¡cual hicimos nosotros hace algún tiempo!

A la llegada a este tranquilo recinto, ya todo es silencio.

Las conversaciones de quienes vinieran hablando se han cortado en seco y apenas sí se escuchan los disparos lejanos producidos por las comparsas rezagadas.

Sólo queda lugar para el pensamiento. Se forma una larga hilera ante la pared central, de guerreros armados y de pronto suena la voz del capitán. Los guerreros se arrodillan y una salva de disparos retumba con fragor y así siguen avanzando y continúan las salvas hasta el número de cuatro, ¡cuatro salvas en honor de quienes nos precedieron!, voces de pólvora ardiente como nuestros corazones, que nos ponen en contacto con los que ya vivieron este mismo acto con anterioridad.

Y a la oración, digamos activa, de los trabucos guerreros, se añade la oración verbal; apenas si se ha extinguido el último estampido y ya todos los festeros de la comparsa se unen en el rezo de una plegaria que inicia el más antiguo.

Ella hace retroceder la imagen del pensamiento y aviva los recuerdos felices de una época que, por el mero hecho de haber pasado, creemos que fue mejor.

No es raro ver en estos momentos brotar lágrimas de los pechos más duros, pero no lágrimas ligeras de mujer histérica, espesos lagrimones brotados del corazón que se desbordan sin vergüenza alguna por aquellos ojos de mirada dura, pero de sentir noble.

Aunque lo que más emociona, lo que verdaderamente tiene valor, es contemplar a todos los festeros unidos, sin cargos ni distinciones. Los pobres con los ricos, el capital y el trabajo, en aquellos momentos no cuentan las posiciones sociales, tan pegadas a la materia, son hijos de Dios y se encuentran ante la realidad de la vida, ¡LA MUERTE!

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