Dr. Álvarez Berenguer
Padre: Pero… ¿Es que se pone hoy el traje? Sí, hijo, ya sabes, todos los años me visto de festero en el día de hoy, para ir al cementerio y soltar unos arcabuzazos ante las tumbas de…
Aún era temprano aquella mañana del 25 de abril, día del homenaje que todos los años el pueblo de Bañeres tributa durante sus principales fiestas de Moros y Cristianos a los queridos seres que moran ya en el cementerio. Mi hijo no comprendía cómo mi indiferencia en vestirme de festero durante los tres días anteriores al del homenaje a los difuntos; se trocaba en casi una necesidad imperiosa en ser festero activo aquel día. Algo así como el hecho de muchos cristiano-católicos que apenas si hacen acto de presencia en la iglesia durante todo el año y, en cambio, lo dejan todo para asistir a ella en la misa del día de los difuntos. ¿Por qué? ¿Qué corriente, qué fuerza moral y humana nos empuja hacia esos actos? ¿Tal vez porque pensamos en el día más o menos próximo o lejano en que también nosotros seremos los homenajeados?
Una vez vestidos con nuestros correspondientes trajes y con los arcabuces, pólvora y fulminantes a punto, nos dirigimos camino arriba hacia el cementerio, en busca de nuestra comparsa para, todos juntos, hacer las salvas de rigor ante las tumbas de nuestros muertos. Con respetuoso silencio durante el trayecto, tan sólo interrumpido por algún que otro comentario sistemático de algún día…, llegamos a las puertas del sagrado recinto. Grupos compactos de gente entran; otros, que salen cumplida ya su misión, bien con salvas de arcabuz, bien con padrenuestros y otras oraciones, y todos con sus rostros severos, sombríos, tristones.
Hombres y mujeres, ancianos, jóvenes y niños, festeros, no festeros, todos, parece que se hayan dado cita esa mañana en el cementerio. Nos da la grata impresión de hermandad, de fraternidad, de amor entre todo un pueblo, como si en ese contacto espiritual entre vivos y muertos surgiese una llamarada de paz verdadera sin odios ni rencores.
Entramos y, a las órdenes de nuestro cabo de escuadra, nos alineamos frente a la primera sección de sepulturas, para proceder a la primera salva. Rodilla en tierra, en posición de guerrilla, y con los arcabuces preparados, a la voz de fuego de nuestro cabo, disparamos todos a la vez. A continuación, el Padre nuestro que estás en los cielos, rezado por el cabo, y contestado con el Pan nuestro de cada día, por todos nosotros, dando con ello fin a la primera de las salvas. Esta operación la repetimos tantas veces como secciones de sepulturas había, dando la vuelta interior a todo el recinto del cementerio. Resulta impresionante y conmovedor tomar parte en estas salvas o presenciarlas; el rezo del Padrenuestro después de la salva es casi un murmullo entrecortado. A unos, apenas si les sale la voz del cuerpo, debido a ese molesto nudo que se les hace en la garganta, que les oprime el pecho, por carecer de facilidad la llanto, tan bien descrito como verdadera válvula de las penas del corazón, y sin el cual no sería posible muchas veces sobrevivir a la tribulación y al infortunio. A otros, les obliga a volverse de espaldas, tal vez para disimular alguna que otra lágrima.
Terminadas todas las salvas de rigor, mi hijo y yo nos quedamos un poco con el fin de visitar en particular las tumbas de nuestros más allegados. Mientras recorríamos los pasillos, íbamos leyendo las inscripciones de algunas sepulturas y, al mismo tiempo, rememorando a sus moradores. Aquí yacen los restos mortales de … Antonio Ferre (Llíbera), el gran sargento que fue de los cristianos y, en general, alma de la fiesta, ya que todos, tanto de un bando como de otro, acudían a él en busca de consejos para solucionar los diversos problemas que surgían en los actos de la misma.
Evelio Mataix Molina, moro viejo de solera y verdadero puntal de su comparsa. Su característica era las originalidades que tenía en la fiesta, tanto cuando era capitán como cuando salía en la carroza. Siempre gustaba de lucir hermosos caballos negros y no había bastante calzada para sus cabalgadas. En cierto año, estuvo algún tiempo recogiendo calderilla para luego echarla a manos llenas desde la carroza en el día de la “Entrada”, haciendo las delicias de los niños y, ¿por qué no?, también de los mayores. Su gran fe en San Jorge le hacía iniciar muchas veces, durante la procesión, el “Vítol al Patró San Jordi”.
Enrique Nofre, que gustaba de lucir buenos bordados en su traje y presumir de soltar con su arcabuz los mejores truenos de la fiesta. Aún resuena en mis oídos su estridente voz dominando todo el coro que cantaba los gozos a San Jorge después de la procesión y en cuyo cometido ponía toda su alma y fe en el Santo.
Vicente Molina (Madama); aún recordarás, hijo mío, a este festero que fue cabo de escuadra de los moros viejos. ¡Cuánta seriedad y elegancia había en su mando! También fue digno representante del bando moro, para acompañar al ilustrísimo predicador durante la misa mayor, desde la sacristía hasta la sagrada cátedra o púlpito, pasando por el altar mayor, para recibir la bendición del sacerdote celebrante. Iniciador del Padrenuestro después de cada salva, nos da a entender su profunda caridad cristiana.
Pues, bien, hijo; todos estos que hemos rememorado y tantos y tantos otros más, tenían la característica de que sus alegrías alborotadas, sus bromas inocentes, el bullicio y la diversión en los actos festivos de calle, se trocaban en seriedad y gran fervor religioso en los demás actos piadosos de iglesia. Y sobre esta característica tenemos mucho que meditar. Porque en nuestras fiestas podemos admitir el dar gusto al cuerpo, comiendo bien, bebiendo mejor, espectáculos, cines y diversiones a granel; lo podemos admitir y hasta considerar correcto. Pero olvidarnos de lo espiritual, de lo religioso; olvidarnos de la piedad y fe en San Jorge, que al cabo y al fin es lo que da esencia a las mismas, eso sí que no es correcto ni lo podemos admitir. Y sobre esto, hijo mío, tenemos mucho que desear. ¡Qué pocos se acercan al Sagrario para comulgar el día de San Jorge!, ¡qué poquitos cantan ya sus gozos después de la procesión!; ¡si hasta ha desaparecido por completo la costumbre de vitorearle durante la misma!, y si es al Octavario que se celebra después de fiestas, pues se puede afirmar que no acude nadie.
Démosle gusto al cuerpo; conforme, pero alimentemos también un poco más nuestro espíritu, haciendo más solemnes nuestras fiestas en lo religioso, asistiendo a todos los actos piadosos que en este sentido se celebran. De esta manera, creo, hijo mío, que tendríamos más fuerza moral para dirigirnos al Santo en los momentos de apuro. Porque todos, poco más o menos, tenemos en los avatares de nuestra vida momentos de apuro, de peligro, de angustia, y ¿quién, siendo hijo de Bañeres, no se aclama al Santo en estos momentos?
Bien está que manifestemos nuestra fe y devoción a San Jorge en la calle, pero acudamos también a la iglesia, para certificar, para respaldar dicha fe. Bien está que acudamos hoy a este sitio para homenajear a nuestros muertos, pero no debemos consentir que estos mismos muertos reprochen nuestra conducta al administrar mal la herencia que nos han dejado, ya que de ella sólo va quedando la fiesta profana, corregida y aumentada.
Tiene razón, padre, ya que, por lo que a mí respecta, debo confesarle con sinceridad que, cuando se acercan las fiestas, sólo pienso en lucirme el día de la “Entrada”, bien en la carroza, bien en la grupa o en la escuadra. Me seduce la idea de alquilar el arcabuz más potente, la pólvora más fulminante; en lo divertido que resultan las dianas; en la comilona del día del Santo Cristo; en lo guapas que saldrán las abanderadas. Me ilusiona el anuncio del programa de espectáculos, los feriantes que vienen…; en cambio, apenas si pongo interés en el octavario, en las misas, en la procesión…
Bien, hijo mío; me alegra y aplaudo tu sinceridad, pero pon atención a lo que te voy a decir: por ley natural, vendrás algún día a homenajear a tu padre con salvas de arcabuz y padrenuestros. Cuando esto tenga lugar, no olvides que tu mejor homenaje será: padre mío, he cumplido con tus deseos; me he divertido de lo lindo en las fiestas, pero también he asistido a todo el Octavario, he comulgado el día de San Jorge, he cantado sus gozos y hasta le he vitoreado en la procesión. Tampoco he faltado a la misa del Santo Cristo.
El pobre chico, algo emocionado por mis últimas palabras, me contestó con voz entrecortada y casi como queriéndole salir una lágrima de sus ojos: Así lo haré, padre.
Después de esta especie de coloquio entre mi hijo y yo, salimos del cementerio para continuar con los restantes actos de la fiesta.
A la salida, instintivamente, dirigimos la mirada hacia lo alto de la puerta, donde se leía: Alma que precipitada va por la torcida vida, /entra tú aquí sólo un día en esta triste morada. /Serás convertido en menos que nada. /Honor, dinero y belleza, /sorprendido con presteza, /sin duda vas a decir: / ¡Señor, de mi mal vivir os digo que ya me pesa!