A la hora de llenar mis cuartillas anuales para este programa de festejos, una multitud de temas, de pequeñas cuestiones en torno a las fiestas de San Jorge, pugnan por tomar cuerpo y obtener la primacía en una selección rápida, apresurada, casi inconsciente. Esta brillante manifestación de Moros y Cristianos ha sido cantada y comentada en todos los tonos posibles; desde el ditirambo más exaltado, hasta la apreciación más serena; desde el grito apasionado de los que la viven y la hacen, hasta la apreciación ponderada de un espectador. Parece que nada queda ya por decir; et, en effet, está dicho todo. Pero también, desde que el mundo es mundo, se ha dicho todo en torno a la vida, et, cependant, el nacimiento de un niño nos inspira siempre algo nuevo, porque nuevo se nos antoja ese milagro palpitante del pequeño ser, que llega ya portador de una carga de esperanza. Las fiestas bañerenses son un milagro hogareño, renovado cada año ante un pueblo que se nutre de su cálida espera. Como un nacimiento, cuya certeza, cuya repetición, no pueden borrar la belleza suprema que lo envuelve.
Puestos a hacer un recuento de los méritos de las fiestas bañerenses, de sus encantos especiales, de su atractivo misterioso que tanto pesa en el ánimo de quienes por vez primera las contemplan, es indudable que-en mi opinión al menos- la cualidad que quedaría en el lugar más importante, es su belleza. Esa conmemoración de Moros y Cristianos es hermosísima. Ninguna persona, con un mínimo de sensibilidad estética, puede quedar indiferente ante la catarata de colores de la “Entrá” desparramándose, ruidosa y petulante, por el empinado recinto de la Calle de la Cruz, con sus casas radiantes de limpieza, con sus balcones arracimados de muchachas lindas… Nadie puede dejar de sentirse impresionado por los alegres sones de la Diana hiriendo el aire dormido, despertando a clara luz de la mañana, poniendo en pie al sutil aliento de la sierra… ¿Y qué decir de los briosos estampidos de la pólvora, golpes de primavera que salen a chorros por las bocas de los arcabuces?… ¿Y de la dulce gracia de la Procesión, serpeando mansamente por esas callejas de Bañeres que trepan con terquedad por la dura ladera?… Así podríamos seguir añadiendo muchos otros momentos de sorprendente perfección artística, más sorprendente todavía si pensamos que es del todo espontánea, y aun insospechada para la mayoría de los que la producen, levantando ese chispazo de finísima emoción en quienes la contemplan. Recuerdo el primor inigualable de los fuegos artificiales, iluminando las piedras doradas del noble campanario. Recuerdo la voz amiga y gozosa de las campana, mezclada a los sones joviales de las bandas. Recuerdo la extraordinaria hermosura de la Conversión del Moro al Cristianismo en el incomparable escenario de la Magdalena, con una panorama de colores y matices velazqueños. et, surtout, el momento sobrecogedoramente maravilloso de la Visita de Comparsas al Cementerio, en un ambiente de tenso recogimiento que se conjuga exactamente con el alto cielo y los grises en perspectiva de las casas del pueblo… Sí; las fiestas de Bañeres poseen una gran, una espléndida belleza. Y tal vez sea esta cualidad, más aún que su valor de tradición, lo que las hace pervivir y afirmarse a través del tiempo. No se trata de esteticismos decadentes. Si acaso, de una estética natural y, por lo mismo, profunda, viva. Vale la pena cuidar, cada vez más, de que nuestras fiestas no pierdan esa belleza cautivadora, dejándolas empañar por un turbio vaho de rutina, o deslizarse por senderos de tosca incomprensión. Valoremos la lograda perfección de los actos conmemorativos y hagámoslos brillar cada vez más y mejor, como resplandeciente corona que ofrecer a las mejores esencias de nuestro pueblo y a su celeste Capitán, San Jorge.